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Una mañana, en la que la sala de Juntas de Gernika estaba llena de diputados y curiosos, el secretario, según costumbre, comenzó a llamar uno a uno a los diputados, en forma que todos pudieran oír, citando en primer lugar Mundaka, con el fin de que presentaran a la presidencia sus credenciales. Cuando hizo oír Mendeja, el fiel de Mendeja se presentó delante de la mesa. (Los fieles de entonces son alcaldes ahora.)

-Mendeja: vamos a ver esos papeles.

Mientras el alcalde sacaba del seno su nombre de diputado, se le cayeron al suelo un pedazo de borona y tres manzanas agridulces. Sin hacer movimiento al cuerpo ni mueca a la cara, dijo:

He aquí el desayuno
preparado por nuestra María:
tres manzanas agridulces
y un pedazo de borona.

Todos los compañeros de sesión, tanto los que sabían vascuence como los que lo ignoraban se rieron a carcajadas. Cuando terminó la primera sesión, muchos siguieron a nuestro Fiel a la taberna en que se hospedaba. El más hablador de entre ellos:

-Mendeja -le dijo-: ¡Usted si que dará propina el último día al fondista'

-Cada cual dará lo que pueda.

-Mendeja -le decía otro----: dicen que en Bilbao le salen gusanos a la sal, y parece que usted sabe de qué manera se le pueden quitar.

-Si, por cierto. Con la leche de una mula que jamás haya tenido crías solemos matar los gusanos de la sal, lo mismo que con el agua las manchas y pecas de los vestidos.

Al oír esto, algunos diputados se decían por señas: ¿Quién a quién nos tomaremos el pelo?¿Nosotros a él o él a nosotros?

-Mendeja, en vuestra aldea no hay, sin duda, hombre más ingenioso que usted.

-Sí, y no pocos. Pero a aquéllos se les destina a asuntos más importantes. Adonde ustedes, me han enviado a mí, que tan poco valgo.

Al oír esto, más de uno empezaron a mirar con algún mayor respeto al diputado aldeano.

El último día se presentó nuestro Mendeja, con toda reserva al fondista y le dirigió estas palabras:

-Deme un amaseiko (una moneda de oro de dieciséis duros), pues será para su bien.

Al pedir la cuenta, después de comer, muchos diputados (hasta algunos que se hospedaban en otras fondas), estaban alerta y atentos, deseando saber cuánto iba a dar Mendeja.

Cuando la dueña le presentó la cuenta, después de pagar hasta el último maravedí, sacó de la escarcela (bolsa) una brillante, hermosa, onza de oro y, haciéndola sonar sobre la mesa:

-He aquí mi propina -dijo-. Estos hombres sabios, ricos y elegantes le darán más. Yo a más no llego.

Unos, probablemente por vergüenza, parece que dieron de propina a cada moneda de dieciséis duros.

Teresa N., de Zaldua

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