Antiguamente, poco antes de que olvidaran su lenguaje hierbas, pájaros, animales y alimañas, vivía un rey, hombre sincero, despegado, magnánimo, un rey que amaba a los súbditos. Tenía un hijo y él era haragán, presumido, de corazón duro y sin consideración para con los súbditos. La manera de ser de aquellos padre e hijo era aún más diferente que el anverso y reverso de una moneda. La más sobresaliente de todas las buenas cualidades del padre era el considerar como hijos a sus súbditos. En cambio, la más conocida maldad del hijo era el tenerlos como seres de otra naturaleza. Cae por su peso el que la gente de aquel pueblo tuviese un gran cariño al padre y ninguno al hijo.
El padre, aun sabiendo cómo era su hijo, le amaba, y porque le amaba, solía estar discurriendo noche y día cómo había de enderezarlo y hacerlo bueno. Vivía sola en su choza una anciana, si por compañía no han de considerarse los cuatro o cinco gatos viejos que estaban con ella.
Fue el rey un día a cazar, y enviando delante a sus criados, bien cargados de liebres, sordas y ciervos, entró en la choza de la supuesta bruja. Después de darle las buenas tardes y de haberse sentado en una vieja silla junto al fuego, expuso el rey su aflicción a la vieja: la maldad del hijo. Y al decirle que entró en busca de un remedio, la anciana, después de acariciar el lomo a los cuatro gatos, le dijo:
-Queriendo sanar al hijo de ese mal y alegrar vuestro corazón, poned al hijo su propia sangre delante de sus ojos. Si llega a conocerla, ¡qué desgraciado seréis, oh rey! Si no la conoce, aquél se curará y vos quedaréis consolado. No sé más.
Por nada quiso la anciana aceptar recompensa alguna.
Aquella noche y en muchas siguientes estuvo el rey sin poder conciliar el sueño. ¿Cómo podría, si tenía la cabeza llena de pensamientos? De día vivía sin ganas para nada: en la mesa, inapetente; en sociedad, desganado; de pie, soñoliento; tumbado o encamado, sin poder dormir, Menos enloquecerse, todo lo demás hizo de él esta idea: «Cómo pondré yo a mi hijo su sangre ante los ojos? Yo amo a mis súbditos, amo más al hijo, y. yo, por complacer a los súbditos, derramaré la sangre del hijo? No.
El rey aquellos días era digno de compasión: desmazalado, flacucho, pálido y sin fuerzas. Cuando menos lo esperaba, se presentó a él una vez el hijo para decirle:
-Padre, sólo el decirlo me avergüenza, pero tengo que decirlo. Hace ya tiempo, y a escondidas de vos, estoy casado. Hoy mi mujer es madre y padre vuestro hijo,
-¿Qué quieres decir con eso?
-Que tenéis un nieto. Mi matrimonio, aunque secreto, es legitimo, legitima es mi mujer, legitimo el hijo. Y si vos, así como me reconocéis a mí como hijo, queréis también reconocer a mi mujer como nuera y a mi hijo como nieto, viviremos desde mañana todos en vuestro palacio.
-Si se tratara de otra clase de madre e hijo, yo daría ahora mismo mi resolución; pero corno esa madre y ese hijo pudieran en lo futuro llegar a ser rey y reina, mañana diré lo que he de decir.
Llamó aquella noche el rey a los más grandes sabios del pueblo y les dijo:
-Antes de la mañana del día de mañana habéis de responder a estas dos preguntas mías. La primera: ¿Cómo puedo yo poner a mi hijo su sangre delante de sus ojos sin detrimento de mi honor? La segunda: ¿Cómo puedo yo poner a mi amado pueblo delante de los ojos como esposa e hijo de mi hijo a una mujer y un niño a quienes aún no conozco?
Al día siguiente reuniéronse de nuevo el rey y los sabios. Uno de éstos le dijo en nombre de todos:
-Rey: si queréis poner la sangre del hijo amado delante de sus ojos sin detrimento de vuestro honor, recibid por nuera a la esposa del hijo y por nieto al hijo de entrambos. Después tornad en vuestras manos a vuestro nietezuelo y ponedlo delante de vuestro hijo. De esta manera, y sin detrimento de vuestro honor, y con gran placer de corazón, podéis poner la sangre de vuestro hijo delante de sus ojos.
Después de darle grandes gracias, llamó el rey a este sabio a su gabinete y le dijo:
-Ya que en una sola respuesta habéis resuelto tan adecuada y hábilmente mis dos problemas, decidme ahora cómo podré curar la enfermedad de mi hijo. Cree que vosotros no tenéis sangre como la nuestra, que no sois hombres de nuestra especie; y que, por lo mismo, nosotros no debemos apreciaros.
-Rey: estaré yo aquí cuando traigan a ese niño y después de ver de qué clase es él, resolveremos lo que haya que hacer.
Este sabio, después de salir del palacio real, anduvo al día siguiente casi hasta el mediodía de casa en casa. Antes de llegar el sol al zénit llegó nuevamente donde el rey, teniendo oculto en el sobaco a un niño. Pusieron a los dos en una cuna, con vestidos iguales, al nieto del rey y al traído por el sabio. Por fin, levantóse el hijo del rey y fue a ver a su hijito; pero no sabía cuál era el suyo. Estando así, compareció el rey y, viéndole perplejo, le dirigió a la cara estas hermosas palabras:
-¿Pues no sueles tú decir que nosotros no somos como los demás? Que no son iguales nuestra sangre y la de los otros? Dinos, ¿cuál de esos dos niños es de sangre real?
Si el rey mismo no se lo hubiera dicho, su orgulloso hijo no lo habría acertado. El heredero cayó enfermo de allí a dos o tres meses y llamaron a un médico. Este dijo que habla que sangrarle y, en efecto, sacó sangre de sus venas.
El rey entonces hizo que también a un criado se la extrajeran y que una y otra sangre fuesen puestas, una al lado de la otra, en dos vasitos; y luego dijo al médico:
-Dinos, maestro, cuál de estas dos es la sangre más pura.
El médico, después de haber examinado bien una y otra, dijo, por la sangre del criado:
-Esta es más pura y mejor, con mucha diferencia.
El rey dijo sobre aquello al hijo cosas buenas, y parece que éste se enmendó mucho en adelante.
Aunque muchos, crean que es el origen lo que a un hombre en sociedad engrandece, y que la sangre azul o la tenida por tal es buena señal de grandeza, tú conocerás, María Ignacia, quién es cada cual: al árbol, por los frutos; por los hechos, al hombre.
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