Una vez, en época de gran sequía, en un pueblecito del lado derecho de la vega, sus habitantes, atemorizados, pidieron al cura que se hiciera una procesión. Antes de salir de la iglesia, el cura les dirigió un sermón cortito, No sé cómo, pero se le enredó la lengua, y en vez de decir idortia (sequía), dijo idoŕeria (estreñimiento). Y pidió a Dios auxilio para tal infortunio.
Corno es de presumir, se escaparon unas cuantas risas, especialmente debajo de las mantillas.
Con el sacristán por delante, empezó un grupo a andar en procesión, sendero arriba, hacia la cruz de las rogativas. Iban todos rezando y cantando y mirando a ratos al cielo por ver si veían acercarse alguna nube. El sacristán tenía otra preocupación.
Al llegar a una escabrosa cuesta, le entrega al monaguillo la cruz y pronto se oculta detrás de un seto, pues no hay nada como la necesidad.
Entonces, un hombre ancianito le dice en voz baja al compañero del lado:
—¡Mira! Dios ha oído la petición de nuestro cura.
Johane Jaureguiberry, de Atharratze.
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