No sabiendo un holgazán cómo sacar la vida sin trabajar, inventó un sombrero bien adornado de cintas. Solía ir él a una taberna, a la que acudían unos caballeros, y para en adelante se entendió con el tabernero. Después de tornar alguna oncena o bien una meriendita,
- ¿Mi cuenta?, —le decía al tabernero.
Al contestar el tabernero, tanto, él solía dar una vuelta al sombrero.
—Está bien —decía entonces el vendedor, y el otro solía ir a casa con el interior caliente y con el humor más caliente aún.
En los días segundo y tercero hizo lo mismo Mi cuenta. Tanto. Una vueltecita al sombrero. Está bien, y adelante, hasta otra.
Viendo otro tanto, por cuarta vez, admirados aquellos caballeros, preguntaron al holgazán:
—¿Cómo puede ser eso?
—Sin dar dinero (dice el otro) que está bien, y a casa. ¿Cómo demonio puede ser eso?
—Moviendo bien este mi querido sombrerito de la cabeza, dondequiera me dan gratis todo lo que pido; y no solamente a mí, sino también a los que van unidos conmigo. Vayamos los cuatro esta tarde a alguna fonda que ustedes quieran a merendar. Después de decirse los otros alguna cosa en secreto, dijo el del sombrero:
—¿A casa de Francisco Barbas? Está bien, a las cuatro me tienen ustedes donde Francisco.
Aun para las tres estaba aquél allí.
Haciéndole reír dulcemente a Francisco Barbas, le pidió le diese palabra de que la cuenta de aquel día le dejase pagar con la señal del sombrero, prometiéndole que al día siguiente la liquidaría con dinero y hasta con propina. Francisco le dijo que sí. Después de andar en alguna otra parte, hasta eso de las cuatro y media, llegó el perezoso. Desde poco antes estaban allí los otros tres. Cuando llegó el momento del pago, dijo el perezoso:
—Francisco, nuestra cuenta. Tanto — contestó Francisco Barbas.
Movió el vago el sombrero a uno y otro lado.
—Está bien —dijo Francisco. Después de salir de allí, dijo el vago a los compañeros:
-Señores: si así como hemos sido cuatro, hubiéramos sido catorce y aun veinticuatro, para mí, igual: dando unos movimientos a este mi amado sombrero, en paz.
—Chico, nos tienes que vender ese sombrero.
—¡Cómo! Están verdes. Sin esto, ¿cómo viviría yo?
—Sí, hombre; pide dinero, sin miramientos, como precio del mismo.
—Pero, señores, si tengo que vestirme, me viste él; si tengo que alimentarme, él; para ir a alguna parte, si necesito mula, caballo o algo semejante...
—Sí, chico; eso y más, te creemos. Tú has usado muchos años ese sombrero, ahora lo necesitamos nosotros.
A fuerza de insistir y de dinero se adueñaron aquellos tres caballeros holgazanes del sombrero de aquel flojo. En la siguiente fiesta, pareciéndoles poca cosa el pueblecito donde ellos vivían, fueron a una ciudad mayor, y allí, a la fonda más nombrada. Pasaron allí el día completo, con noche y todo. Bastante entrada la mañana del día siguiente, llamaron al fondista, y el más atrevido de los tres, el del sombrero, le dijo:
—Nuestra cuenta.
—Tanto.
Era algo grueso lo que les pidió. Moviendo a derecha e izquierda el sombrero, ya iban haciendo adiós.
—¿No me han oído cuánto es lo que deben?
—Dame a mí ese sombrero —le dijo el segundo de los compañeros. Se cubrió con él y preguntó:
—¿Cuánto ha dicho usted?
—¿Están ustedes acaso sordos? Tanto.
Movió vivamente el sombrero el segundo de los amigos. Comenzó a enfurecerse el fondista al ver que se iban sin más. Entonces, quitó el tercero al segundo el sombrero, se lo puso y
—¿Cuánto, fondista, cuánto? —le preguntó al fondista.
—¿Se proponen ustedes acaso hastiarme completamente? Les he dicho que es tanto y... luego no me...
Por más aspavientos que el tercero dio al sombrero, al fin los majaderos tuvieron que pagar en dinero el gasto que hicieron en comer y beber en abundancia en aquellas veinticuatro horas.
María Martina Maruri, de Murélaga.
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