En un desierto vivía una leona con su cría. Probablemente porque algunos hombres le mataron su compañero
―Ten miedo del hombre ―le decía muchas veces al hijo―, porque seas forzudo, no te ensoberbezcas... los hombres son fuertes... ten siempre miedo del hombre.
Cuando la cría de la leona se hizo grande y forzuda, saliendo del desierto, andaba a una y otra parte, deseando hallar a los hombres. El joven se resolvió a esto sin conocimiento de la madre, o a lo menos contra los deseos de ella.
―Esta vez tenemos que conocer a los hombres ―era la idea que más bullía en su cabeza.
―Buenos días ―o algo parecido ¿eres hombre? ―le preguntó el animal.
―Yo, no; yo soy zapatero.
Después de penetrar algo más en el pueblo, vio el animal silvestre a un hombre pequeño, de alpargatas negras. También a éste le hizo la misma pregunta:
Por fin, llegó a un pueblo pequeño. La primera casa, con su tienda, era la de un zapatero. Cuando el león llegó frente a la tienda, el tendero se ocupaba en hacer zapatos. ¡Cuánto fue su miedo al ver al gran animal! Después de decir
―¿eres hombre?
―Yo..., yo..., yo... Sacristán. ¡Cuando no murió de temblor en el acto!
Como el león no adquirió en el desierto conocimiento de santos, no sabía qué clase de santo era ese San... Kristan (Sacristán).
Aproximándose al río, mirando por una puerta vieja, se le aparecieron unos ferrones, con sus grandes delantales hasta el suelo, junto a la gran boca de un horno encendido.
―¡Aaaaup!
Al oír este bramido, los ferrones, con los pelos de punta, miraron hacia la puerta.
―Sois hombres? ―les preguntó el animal, deseoso de noticias.
―Sí, somos hombres, ¿qué querrías?
―Pues vengo a conocer a los hombres.
―Espera un poco hasta sacar esta goa.
Cuando sacaron la goa, estaba el león con el morro metido por la rendija de la ventana, y los ferrones, con unas grandes tenazas, le agarraron por la ternilla de la nariz y se la arrancaron. Dejando el león su ternilla en las manos de aquéllos cuando le dejaron libre, fue corriendo al desierto a donde su madre.
―Madre, ¿cuántos dedos tiene el hombre? ―le preguntó el león joven a la vieja.
―Diez dedos en las manos y otros diez en los pies
―Tenía usted razón, madre, cuando me decía que tuviese miedo de los hombres. Cuando con dos dedos me han quitado completamente la ternilla de la nariz, si me hubieran agarrado con diez, ¿qué hubiera sido, madre?
Desde entonces se dice que el león anda huyendo del hombre.
Juan Uriarte en el valle de Leniz (Barna de Guellano).
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